viernes, 13 de julio de 2012

Hombre mirando al sudeste… asiático


Los campos de arroz Tucapel.

Los viajes de trabajo son siempre travesías extrañas. Periplos en que vas con cartel de invitado y en los que nunca te decides del todo a pasarlo bien, principalmente por la sensación culposa de que no tomaste el avión para conocer el lugar ni comprar souvenirs, si no para cumplir con una misión lo suficientemente importante como para, en este caso, viajar medio mundo (y soportar las 12 horas de diferencia que hacen que todo parezca un sueño afiebrado).
Avión, aeropuerto, avión, aeropuerto. Cross check reportar. “Chicken or pasta, Sir?”. Santiago-Sydney. Sydney-Singapur. Singapur-Hanoi. Hanoi-Singapur. Singapur-Jakarta. Jakarta-Hong Kong. Hong Kong-Sydney. Sydney-Santiago. Sí, estuvo larga la vuelta, pero siempre dicen que las vueltas son las que dejan, ¿no?

La ciudad de mentira y Rojo (mafia contra mafia)
Ciudad sin alma. (Click para ampliar)
Llegar a Singapur luego de pasar por Sydney puede ser un poco cruel. Principalmente porque el azulado cielo de Sydney, sobre el cual se recorta la silueta improbable del Opera House en medio de una bahía en que parece estar todo pasando, es demasiada competencia para un lugar en que todo es de mentira. En efecto, Singapur es un sitio hecho a mano y a la medida de los negocios: un centro económico y financiero que incluye excentricidades burdas como un barco sobre un trío de edificios, gigantescos invernaderos, aguaceros infernales y humedad, MUCHA humedad: es el playground de los asiáticos con plata. ¿Hace falta más terreno? Rellenemos la costa. ¿La ciudad no tiene ni un brillo? Inventemos un hito (sí, un barco sobre los edificios). Le queda poca alma a Singapur, poco de Asia.

Rojo versión Singapur.
Estaba con esa idea hasta que luego de un día de trabajo, y tras comer algo en uno de los restaurants camaroneros de Boat Quay en la ribera del canal que cruza la ciudad, unos locales que exhiben en peceras unos tremendos king crabs (jaibas gigantes) de la zona a la usanza de nuestros supermercados, pasamos a tomar algo al bar del hotel. Las expectativas ya estaban bajas cuando encontré el show más impactante que recuerde desde la aparición del hombre láser en Viña y el costalazo de Kid Lima en Martes 13: Un “hombre orquesta” (como los que se presentan en el Jumbo más que del tipo Farkas) tocaba canciones seudo tropicales-asiáticas que retumbaban todas iguales, mientras un grupo de mujeres en una fila iba cantando cada tema. Todo en el marco de un escenario recargado de luces y brillos, que incluía un piano falso plateado (ahora necesito uno en mi casa). El escaso público podía encargar a los mozos, por una suma que no alcancé a reportear, que hiciera llegar a la cantante de su preferencia un ramo de flores (había un montón a un costado del escenario y eran entregados como si fueran un papel con un recado). Las ganadoras pasaban a la ronda siguiente o algo así. Era como un Miss Chile, pero sin reality (y sin la “tremendoh ojoh”, porque en Asia nadie tiene tremendoh ojoh). Incluso aparecieron un par de singapurenses hombres en plan Leandro Martínez que pasaron sin pena ni gloria (te queremos, Leandro). 

A nuestras espaldas un viejo asiático de traje a rayas y pinta gangsteril tosía, fumaba y bebía con unos amigos, mientras mandaba ramos de flores. “Eso es Impulse”, pensé. Nunca pregunté si los ramos daban derecho a “algo”, pero todo era medio raro. Termina la performance y el hombre orquesta canta a solas. Nadie le regala flores. Un par de las chicas, las elegidas, volverán a cantar también. Miro de reojo. Otra de las mujeres, vestidas como para un matrimonio, conversa con el viejo de la tos y se sienta a su lado. Se acaba la música. El viejo tose mientras un par de chicas se sientan con él y sus amigos. Se apagan las luces y el piano deja de brillar. Es hora de irse.

El caos y la tortuga
No creo haber tenido ninguna referencia de Vietnam que no incluyera balazos y una que otra frase del tipo “amelicano estúpilo”, antes de llegar a Hanoi.

El centro de Hanoi. No es fácil cruzar la calle. 
La otrora capital de la zona que encabezaba Ho Chi Min durante la “guerra americana”, es una ciudad con contrastes fuertes y un denominador común: el caos, especialmente en su tránsito. Son miles de motonetas circulando entre los autos que avanzan a duras penas por las rutas colapsadas. Todos se entremezclan en el centro de la ciudad, donde los semáforos son decorativos y el sentido de las calles cambia según la voluntad de los choferes. 

Los vietnamitas suben cualquier cosa a sus motonetas y pueden andar incluso cuatro personas sobre una. ¿Seguridad? Todos usan un casco que en realidad es un jockey de plástico: básicamente es como si las máscaras del Hombre Araña que venden afuera del Parque O’Higgins sirvieran para andar en moto. Cruzar la calle es suicida: te tiras y vas esquivando al que pase. Yo afortunadamente andaba con un partner más grande que yo, lo que me permitía tirarlo al choque y pasar al lado. Es el milenario arte de la Cochiguagua.

Además de buena comida y gente simpática, en Hanoi hay realismo mágico: en el sector histórico de la ciudad está el lago Hoan Kiem (lago de la “espada devuelta”), donde habita una tortuga gigante de más de 400 años. La leyenda dice que el emperador Le Thai To expulsó a los chinos de Vietnam con una espada que una tortuga gigante le dio. Luego de la batalla, la tortuga le pidió a Thai To el arma de vuelta y de ahí el nombre del lago (que en Chile se llamaría el lago de la tortuga cagada). 

Licor de alacrán y lagarto en Hanoi.
Los vietnamitas dicen que queda una tortuga viva en el lago, que muchas murieron en los bombardeos de la guerra y otras a manos de inescrupulosos que vendían sus caparazones. Un chileno me comentó que al parecer hay un criadero de tortugas en algún lugar y cada cierto tiempo tiran unas cuantas al lago para mantener la tradición viva (las tortugas no, porque la suciedad del lago no les permitiría vivir mucho tiempo ahí). La cosa es que cada vez que una tortuga se asoma esa parte de la ciudad se paraliza. “Yo la he visto dos veces”, me dice mi contacto chileno. Me confirmó que no le ha prestado la espada. 

“Las vietnamitas se van derecho a los occidentales. Ven en ellos el signo peso”, me cuenta mi soplón al calor de una cerveza. Los gringos especialmente se vuelven locos con ellas. “Hay muchos casos de tipos de edad que lo han dejado todo por una vietnamita. Yo conozco uno que dejó su pega, su mujer e hijos por una mujer mucho más joven que él. Tuvieron un hijo. Él le compró un auto y un departamento y ella lo dejó. El tipo lo perdió todo”. Como en la guerra.

Ha Long Bay, Vietnam. Cerros saliendo del agua.
A 3 horas de Hanoi está Ha Long Bay, un lugar impactante por su calor y belleza. Un conjunto de formaciones rocosas que se asoman desde el agua como Rambo en la selva (evité mencionar su nombre en todo el viaje. No hay que ser mala onda, ¿no?). 

Indonesia y los muertos vivientes
Jakarta es una ciudad de contrastes súper fuertes. Por un lado está la zona moderna, de rascacielos y hoteles de lujo, y más al centro el café Batavia, un lugar que parece sacado de Casablanca. En los alrededores, una mezcla de comercio callejero tipo Persa, edificios holandeses antiguos, pobreza y canales que más que agua tienen basura y deshechos, con un olor que sólo recuerda una cosa: CACA. 

Planeta de los simios, Jakarta. 
Los indonesios son tipos simpáticos. En un almuerzo, un par de indonesios empiezan a molestar a uno de sus colegas… “Este es de Sulawesi, donde los muertos caminan” dice uno entre risas… “Bueno, eso es por la religión de Aluk Todolo”, responde le hombre y agrega: “lo que pasa es que en mi región los funerales son algo especial. Pueden ser largos, porque hay que construir un lugar especial para el descanso final de los muertos… se pueden demorar ocho meses, o un año. Entre tanto, hay que cubrir a los difuntos con tela y dejarlos en un lugar especial”. “Pero cuéntales como caminan”, dice otro. “Lo que pasa es que la gente de nuestra región tiene que ser enterrada en el pueblo donde nació. Si alguien muere lejos, hay que traerlo a su ciudad y eso se hace con magia. Tiene que haber alguien poderoso que hable con el muerto y lo convenza de caminar. Luego una persona camina delante de él y otro detrás, advirtiéndole a todo el que pase que no hable con el difunto. Si lo hace, puede morir, a menos que sea alguien muy poderoso, y se rompe en trance”. Sus amigos se ríen y siguen comiendo como si nada. A mí, el cambio de hora me tiene muerto.


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