miércoles, 29 de junio de 2011

El misterio de los moais chinos (Hotel resort)

The real resort-spa chino andino.
“¿Me creerías que hace cuatro meses acá no había nada?”, me dice Francisco mientras bajamos de la van, aliviados de haber sobrevivido al manejo suicida de nuestro chofer chino. Dos horas de camino desde Beijing por una ruta llena de curvas cerradas y precipicios, en la que el as del volante insistía en adelantar por la pista contraria, sin ver si alguien venía de frente (y sin ninguna posibilidad de que entendiera nuestros muy chilenos insultos). Ante mis ojos, un hotel-resort gigantesco, con una edificación central, otro recinto para comedores tipo parrillada Premium, gimnasio, piscina y entretemientos (que incluían un simulador de golf con pantalla panorámica), y más allá varias cabañas, similares a cualquier casa de San Carlos de Apoquindo. Todo en estilo “andino” versión china: una mezcla del campo chileno, con el argentino y quizás con cuál sabe más. Sorprende, hay que reconocerlo, el buen gusto en todo. Muchos detalles, buenas terminaciones. “Los chinos cuando se proponen algo, lo hacen en grande”, me dice Francisco, mientras recorremos la construcción principal, y vemos a algunas promotoras chinas vestidas de huasas chilenas.

lunes, 13 de junio de 2011

Another brick in the wall (historias de cárcel)

Para hacer esta muralla... tráiganme todas las manos.

Los chinos no se andan con chicas. Mientras acá el tema de la “puerta giratoria” de la justicia vuelve cada tanto a los noticieros, en medio de las notas de ofertas, comida y próximas teleseries, allá la cosa está en el otro extremo. En especial cuando se trata de drogas.
Un chileno que vive en Beijing me lo reafirma. “Acá son cosa seria. No dejan pasar una. Bueno, hace poco ejecutaron a un británico por tráfico de drogas. El gobierno de Inglaterra, la ONU y varias ONGs pidieron que no lo mataran, pero los chinos no son de transar”, me cuenta mientras el minibús se abre camino por una ruta semi rural, hacia la Gran Muralla china, adelantando a toda velocidad por la pista que tiene el sentido contrario. Sudo.

martes, 7 de junio de 2011

La odisea del bajo, parte II (Good evening Beijing City)

Este es el taxi real.
Beijing es agradable en abril. La mañana estaba soleada y radiante, en una ciudad donde se hace más cierto que nunca eso de que “la gente pasa y pasa siempre tan igual”. Con la dirección que me envió mi contacto impresa, y la advertencia de un conocido de que al parecer el lugar en cuestión quedaba “retirado”, tomé un taxi. El conductor me miró, y le estiré el papel… “我不知道这是哪里” me dijo contrariado, tras mirar la anotación un rato. Yo le respondí “” y “谢谢”, que básicamente es “con hielo, gracias”, lo único que aprendí a decir en chino. Acto seguido y tomando en cuenta que el silencio se estaba volviendo incómodo, llamé a Mr. Xin a su celular. Luego de una música de espera de restorán chino, le dije a Xin que le explicara al taxista cómo llegar a la fábrica y que me mandara dos porciones de arroz chaufán. Bueno, eso no se lo dije, pero habría sido gracioso. Diez minutos después, el hombre me devolvió mi teléfono y el papel. Echó a andar el auto mientras yo me recostaba tratando de disimular mi inquietud.
Beijing es una ciudad bastante grande, con cerca de 20 millones de habitantes. Su núcleo urbano tiene 16 mil 800 km2. Si tomamos en cuenta que en muchos sectores los atochamientos son kilométricos, un desplazamiento a la hora peak puede ser una experiencia más larga que la versión extendida de Jesús de Nazareth en Semana Santa. Ante mis ojos, la capital china fue desapareciendo y la prolija arquitectura de ladrillos grises tradicionales mutó por un verde tenue y espaciado.

lunes, 6 de junio de 2011

La odisea del bajo (veinte años y veinte kilos)

El viejo y querido Maxtone...
Creo que fue cuando tenía 15 o 16. Junto a unos cuantos compañeros del colegio teníamos ganas de armar una banda de rock. O algo parecido. El problema es que teníamos sólo eso, las ganas. Alguien podía conseguirse una guitarra, otro tenía un amigo al que quizás le prestaban una batería. Yo tenía un teclado, pero no era suficiente: “Lo que nos falta es un bajo”. La sentencia era un problema porque ninguno tenía ni un vecino de un amigo de un primo que tuviera uno. No era un instrumento popular, digamos, pero sin él la banda no tenía presencia. O eso suponíamos. La cosa es que todas las bandas tenían uno, así que no podíamos ser menos.
Yo no sabía tocar bajo… ni siquiera guitarra, de hecho. Tenía en el cuerpo las clases de piano de los 4 a los 11 años, de las que algo me acordaba y muchas ganas de que la cosa funcionara (en mi condición de líder, vocalista y dictador). Por eso tomé el desafío como un tema personal. Con ese aval, hice lo que cualquier muchacho trabajador y esforzado habría hecho… conté mis exiguos ahorros… y luego fui donde mi papá. “¿Un bajo? ¿Cuál es el bajo?”, me preguntó contrariado mientras bajaba por unos segundos el cuerpo C de El Mercurio para mirarme. “Ese que suena dum, dum, dum, duuum”, dije en afán didáctico. “Pero eso es como el arroz… te compro una guitarra eléctrica si quieres”, contraatacó mi padre mientras volvía a alzar el periódico… La tentación no era poca. Pero un hombre tiene que hacer lo que tiene que hacer. Aunque tenga 15.
Así fue como me hice con mi primer bajo, comprado con su gentil auspicio en la Casa Amarilla: un Maxtone sunburst. Era bonito, sonaba mal y se sentía como tener colgado un tronco mojado sobre la espalda. Era justo lo que necesitaba.