Tomo el control remoto para apagar por fin el terremoto cinematográfico y antes de que mi pulgar llegue al botón rojo, mi celular se ilumina y vibra. Contesto inquieto. Nadie te llama a esta hora para decirte nada que no sea una mala noticia. Nadie excepto el Negro.
“Hueón, me colé al bar del Hyatt. McCartney llega en una hora. Vente”, me dice al otro lado de la línea. “Buena”, le respondo sin mucho entusiasmo y tratando de hacer el menor ruido posible. Me sigue hablando mientras intento poner fin a la conversación para no despertar a mi hijo. Le digo que lo pensaré y pongo el celular en silencio. “¿Quién era?”, me pregunta mi mujer con medio ojo abierto. “Nada, el Negro que me dice que vaya al Hyatt. Se coló al bar”, contesto. “Está loco”, sentencia ella.
Me levanto y voy a lavarme los dientes. Y es precisamente mientras el cepillo repasa espumosamente mi boca cuando me miro al espejo. Y me veo de 16. “Total, no pierdo nada”, pienso. Salgo del baño y comienzo a ponerme terno. “¿Qué haces?”, me interroga la Pame. “Me voy a ver a Paul, vuelvo en par de horas”. No lo puede creer.