sábado, 5 de noviembre de 2011

It don´t come easy (La revancha)

Ringo Starr, baterista de The Beatles, a sólo pocos metros de distancia.

Siempre ha sido una gran mentira eso de que la vida da revanchas. Por lo general es un consuelo falso para quienes sufren un fracaso o mal rato, o un argumento hollywoodense de esas películas hechas descaradamente para el Oscar. Sí, como el que tuve con los daytrippers en nuestra aventura beatlemaníaca durante la visita de McCartney a Chile.
Quizás por eso, o quizás porque finalmente maduramos (un poco), o por temor a la humillación pública y la mirada severa de mi mujer, es que la visita de Ringo me la tomé con calma. Con esa calma tipo Clint Eastwood cargando su arma. Con la calma del delantero que demora el cambio para hacer tiempo. Como el Hombre Nuclear corriendo o la micro que esperas cuando vas atrasado. Así de calmado. Bueno, casi. Compré un par de las mejores entradas disponibles para ir con mi querida hija, junto al Negro (tanto o más fan que yo) y al Kily (que siempre ha cargado la fama de fan-amateur), cuando se pusieron a la venta, y luego me olvidé del asunto.
Era tanta mi calma, que ni siquiera las constantes quejas del Negro mientras manejaba por Bilbao en un taco interminable a las 20:30 (el recital partía  las 21 horas), me afectaban. Tampoco el desvío de última hora que hizo que tuviera que estacionarme por otro lado cuando el reloj avanzaba sin ningún respeto por nuestra impecable trayectoria de asistentes a eventos masivos.
La tranquilidad incluso me alcanzó para comprar una polera para mí y un jockey para mi hija, antes de instalarnos en nuestros puestos de primera fila. Sí, como nunca estaba en la mejor ubicación para conseguir la única misión digna de esfuerzo dentro de mi universo musical: ver a un beatle de cerca. “Un beatle” me repetía por dentro, escuchando mi iPod mental.
“Sácame otra foto con la batería atrás”, pide de nuevo el Negro, que ya se ha sacado una decena. Mientras apunto la cámara, se apagan las luces. Los veteranos acompañantes de Ringo lanzan los acordes de “It don’t come easy” y yo pienso que es verdad, que no viene fácil, que siempre es así. Y me equivoco. Ringo se pasea por el escenario, canta, toca la batería, se ríe y lo pasa mejor que nosotros. Miro a mi hija y pienso en los nietos que alguna vez tendré.
La batería más famosa de la historia del rock.
Saltamos cantando “Yellow Submarine”, vueltos locos con una canción que suelo adelantar cuando escucho el Revolver, mientras vuelan globos amarillos. Mi hija toma uno y lo tira hacia el escenario. Locura total. Y llega el momento. La revancha inesperada. 
With a Little help from my friends es la participación de Ringo en el Sgt Pepper, seguramente el mejor disco de la historia. En la versión del álbum, de 1967, no existe un solo de guitarra. Pero Ringo la toca con un solo, por esas cosas de la vida. Y por esas mismas cosas, fue durante ese solo que el baterista de los fab four, el tipo que se arrimó al grupo más famoso de la historia al último momento, el más bajo y mayor de los cuatro de Liverpool, me saludó. A un tipo de Santiago que tiene todos los discos de la banda, un par de poleras, un bajo Hofner y una estatuilla con su firma. A uno que hasta ese momento trataba de tomarse todo con calma. Por unos segundos me devolvió riendo el mismo gesto que yo le estaba haciendo. Por un instante quedé en shock, solo y rodeado por diez mil personas, hasta que salí del trance con una pequeña ayuda de mis amigos, que tampoco podían creerlo. Efectivamente estábamos en el mejor recital de la historia. Al menos de la nuestra.
La uñeta de la suerte.
La anécdota dirá además que mi suerte volvió a mostrar su mejor cara, cuando uno de los roadies lanzó las uñetas del guitarrista hacia el público, aún a oscuras. Una me rebotó en la cara y no tardé en encontrarla en el suelo, ante el asombro del Negro y el Kily. Me di el tiempo de volver a mirar, y encontré otra (sí, soy un tipo de suerte), que el Kily me pidió antes de que alcanzara a esconderla, por lo que se la merecía (lo que seguramente hipotecará mi amistad con el Negro).
¿El resto? Sólo repasar una y otra vez el momento, y mirar a mi hija dormida en el asiento del copiloto mientras volvía a casa, como flotando, feliz. Mientras todos dormían en casa, miré la uñeta por última vez antes de acostarme. Aunque dice “Ringo Starr & The All Star Band”, por unos segundos creí leer en ella “La vida te da revanchas”. 
(Miren el video, en el minuto 2:05 verán que la magia existe)



jueves, 27 de octubre de 2011

Encapuchados


lunes, 24 de octubre de 2011

Línea amarilla...

Hace mucho que no dibujaba. Años, yo creo. Acá voy a publicar los dibujos que vayan saliendo para la gente buena...


lunes, 25 de julio de 2011

De aviones y aeropuertos (Bibimbap)

Aeropuerto de Beijing. Un momento de inspiración.

Viajar solo, o casi solo, siempre es una experiencia límite. En especial cuando hablamos de pasar cerca de 30 horas sobre un avión en clase turista, tiempo suficiente como para que el sistema de diversión a bordo, los libros que llevaste, el catálogo del duty free, las advertencias de seguridad e incluso la sospechosa bolsita de papel frente a tu asiento se te hagan insufribles. Al final lo que te queda eres tú, y tu cabeza que funciona intermitentemente, semidespierta y apoyada en una almohadita que nunca terminas de acomodar bien y que siempre encuentra la manera de escapar hacia el lado. Tú y las azafatas que insisten en darte comida, café o lo que sea justo cuando te estabas quedando dormido. Tú y esas cosas que no habías tenido tiempo de pensar. Tú y tus ojos mirando a los otros viajeros, tratando de adivinar sus historias, su tránsito. Ese, supongo, es el viaje dentro del viaje.

miércoles, 29 de junio de 2011

El misterio de los moais chinos (Hotel resort)

The real resort-spa chino andino.
“¿Me creerías que hace cuatro meses acá no había nada?”, me dice Francisco mientras bajamos de la van, aliviados de haber sobrevivido al manejo suicida de nuestro chofer chino. Dos horas de camino desde Beijing por una ruta llena de curvas cerradas y precipicios, en la que el as del volante insistía en adelantar por la pista contraria, sin ver si alguien venía de frente (y sin ninguna posibilidad de que entendiera nuestros muy chilenos insultos). Ante mis ojos, un hotel-resort gigantesco, con una edificación central, otro recinto para comedores tipo parrillada Premium, gimnasio, piscina y entretemientos (que incluían un simulador de golf con pantalla panorámica), y más allá varias cabañas, similares a cualquier casa de San Carlos de Apoquindo. Todo en estilo “andino” versión china: una mezcla del campo chileno, con el argentino y quizás con cuál sabe más. Sorprende, hay que reconocerlo, el buen gusto en todo. Muchos detalles, buenas terminaciones. “Los chinos cuando se proponen algo, lo hacen en grande”, me dice Francisco, mientras recorremos la construcción principal, y vemos a algunas promotoras chinas vestidas de huasas chilenas.

lunes, 13 de junio de 2011

Another brick in the wall (historias de cárcel)

Para hacer esta muralla... tráiganme todas las manos.

Los chinos no se andan con chicas. Mientras acá el tema de la “puerta giratoria” de la justicia vuelve cada tanto a los noticieros, en medio de las notas de ofertas, comida y próximas teleseries, allá la cosa está en el otro extremo. En especial cuando se trata de drogas.
Un chileno que vive en Beijing me lo reafirma. “Acá son cosa seria. No dejan pasar una. Bueno, hace poco ejecutaron a un británico por tráfico de drogas. El gobierno de Inglaterra, la ONU y varias ONGs pidieron que no lo mataran, pero los chinos no son de transar”, me cuenta mientras el minibús se abre camino por una ruta semi rural, hacia la Gran Muralla china, adelantando a toda velocidad por la pista que tiene el sentido contrario. Sudo.

martes, 7 de junio de 2011

La odisea del bajo, parte II (Good evening Beijing City)

Este es el taxi real.
Beijing es agradable en abril. La mañana estaba soleada y radiante, en una ciudad donde se hace más cierto que nunca eso de que “la gente pasa y pasa siempre tan igual”. Con la dirección que me envió mi contacto impresa, y la advertencia de un conocido de que al parecer el lugar en cuestión quedaba “retirado”, tomé un taxi. El conductor me miró, y le estiré el papel… “我不知道这是哪里” me dijo contrariado, tras mirar la anotación un rato. Yo le respondí “” y “谢谢”, que básicamente es “con hielo, gracias”, lo único que aprendí a decir en chino. Acto seguido y tomando en cuenta que el silencio se estaba volviendo incómodo, llamé a Mr. Xin a su celular. Luego de una música de espera de restorán chino, le dije a Xin que le explicara al taxista cómo llegar a la fábrica y que me mandara dos porciones de arroz chaufán. Bueno, eso no se lo dije, pero habría sido gracioso. Diez minutos después, el hombre me devolvió mi teléfono y el papel. Echó a andar el auto mientras yo me recostaba tratando de disimular mi inquietud.
Beijing es una ciudad bastante grande, con cerca de 20 millones de habitantes. Su núcleo urbano tiene 16 mil 800 km2. Si tomamos en cuenta que en muchos sectores los atochamientos son kilométricos, un desplazamiento a la hora peak puede ser una experiencia más larga que la versión extendida de Jesús de Nazareth en Semana Santa. Ante mis ojos, la capital china fue desapareciendo y la prolija arquitectura de ladrillos grises tradicionales mutó por un verde tenue y espaciado.

lunes, 6 de junio de 2011

La odisea del bajo (veinte años y veinte kilos)

El viejo y querido Maxtone...
Creo que fue cuando tenía 15 o 16. Junto a unos cuantos compañeros del colegio teníamos ganas de armar una banda de rock. O algo parecido. El problema es que teníamos sólo eso, las ganas. Alguien podía conseguirse una guitarra, otro tenía un amigo al que quizás le prestaban una batería. Yo tenía un teclado, pero no era suficiente: “Lo que nos falta es un bajo”. La sentencia era un problema porque ninguno tenía ni un vecino de un amigo de un primo que tuviera uno. No era un instrumento popular, digamos, pero sin él la banda no tenía presencia. O eso suponíamos. La cosa es que todas las bandas tenían uno, así que no podíamos ser menos.
Yo no sabía tocar bajo… ni siquiera guitarra, de hecho. Tenía en el cuerpo las clases de piano de los 4 a los 11 años, de las que algo me acordaba y muchas ganas de que la cosa funcionara (en mi condición de líder, vocalista y dictador). Por eso tomé el desafío como un tema personal. Con ese aval, hice lo que cualquier muchacho trabajador y esforzado habría hecho… conté mis exiguos ahorros… y luego fui donde mi papá. “¿Un bajo? ¿Cuál es el bajo?”, me preguntó contrariado mientras bajaba por unos segundos el cuerpo C de El Mercurio para mirarme. “Ese que suena dum, dum, dum, duuum”, dije en afán didáctico. “Pero eso es como el arroz… te compro una guitarra eléctrica si quieres”, contraatacó mi padre mientras volvía a alzar el periódico… La tentación no era poca. Pero un hombre tiene que hacer lo que tiene que hacer. Aunque tenga 15.
Así fue como me hice con mi primer bajo, comprado con su gentil auspicio en la Casa Amarilla: un Maxtone sunburst. Era bonito, sonaba mal y se sentía como tener colgado un tronco mojado sobre la espalda. Era justo lo que necesitaba.

domingo, 15 de mayo de 2011

The night before (A cinco segundos de un metro)

Martes 10, cerca de la medianoche. Figuro acostado en la cama matrimonial con mi hijo de diez meses acurrucado entre sus papás. La única luz en la habitación es la televisión, que parpadea al ritmo de una película de desastres que no terminaré de ver. Es tarde y mis ojos se están cerrando. No es una noche cualquiera: es la noche antes del recital de McCartney en Chile, probablemente la última oportunidad de ver al máximo ídolo vivo en mi país, esta vez acompañado con mi mujer y mi hija de diez. En otras palabras, la que se viene es una jornada histórica.
Tomo el control remoto para apagar por fin el terremoto cinematográfico y antes de que mi pulgar llegue al botón rojo, mi celular se ilumina y vibra. Contesto inquieto. Nadie te llama a esta hora para decirte nada que no sea una mala noticia. Nadie excepto el Negro.
“Hueón, me colé al bar del Hyatt. McCartney llega en una hora. Vente”, me dice al otro lado de la línea. “Buena”, le respondo sin mucho entusiasmo y tratando de hacer el menor ruido posible. Me sigue hablando mientras intento poner fin a la conversación para no despertar a mi hijo. Le digo que lo pensaré y pongo el celular en silencio. “¿Quién era?”, me pregunta mi mujer con medio ojo abierto. “Nada, el Negro que me dice que vaya al Hyatt. Se coló al bar”, contesto. “Está loco”, sentencia ella.
Me levanto y voy a lavarme los dientes. Y es precisamente mientras el cepillo repasa espumosamente mi boca cuando me miro al espejo. Y me veo de 16. “Total, no pierdo nada”, pienso. Salgo del baño y comienzo a ponerme terno. “¿Qué haces?”, me interroga la Pame. “Me voy a ver a Paul, vuelvo en par de horas”. No lo puede creer.

domingo, 10 de abril de 2011

Amor enfermo (Viernes 3 AM)

No voy a venir yo a descubrir lo horribles que pueden ser las enfermedades repentinas. No me refiero a esos resfríos mutantes de hoy, en que tres días antes uno ya anda predicando el clásico “como que me quiero resfriar”, sino las verdaderamente sorpresivas, esas que te pillan de noche, sin aviso, sin defensas y sin remedios. Bueno, vengo saliendo de una de ellas, como con 4 kilos menos (sí, está buena la dieta).

jueves, 31 de marzo de 2011

Prende la tele (o cómo conseguir autógrafos de los ídolos de infancia)

“Pasaran los días, pasaran los años. Nuevas ilusiones, otras despedidas. Pero a ti, olvidarte nunca, si juré contigo… olvidarte nunca”. Es verdad que hace rato que no les dedicaba unas líneas, amables lectores y gente buena. Durante este tiempo, el centro de Santiago, donde está ubicado mi actual trabajo, ha cambiado poco. El calor se cuela por las persianas y la gente pasa y pasa siempre tan igual, mientras mis tiempos libres se han diluido como lo hacen las siete dosis de leche en polvo en los 210 ml de agua tibia de mi rubio y furiosamente lactante hijo. Los días se hacen noches, las noches días y las horas faltan, así como el talento en cualquier farandulera, para todo lo que no sea hacer lo que uno “tiene” que hacer. Pero así como los vicios, el sabor de las empanadas y los futbolistas en el extranjero tienden a volver, acá estamos.