“¡Apúrate!”. El Negro urgía a Cristina a acelerar el paso, como lo hace siempre. Ella, tragándose un par de improperios que cruzaban de la mano por su mente, aligeró sus pisadas mientras subía la escalera de la estación Plaza Italia del subte bonaerense. Habían equivocado la dirección, y ahora estaban contra el tiempo para volver al hostal, en Palermo, lugar de encuentro del grupo de amigos que iría esa noche al recital de McCartney en River. Cristina pensaba en eso cuando algo en su cuerpo hizo cortocircuito. Tropezó, y su canilla chocó de manera violenta con uno de los escalones de concreto. El dolor le nubló la vista. Cuando pudo aclarar la mirada lacrimógena, el Negro la miraba con espanto. “Pucha, eso te pasa por correr en las escaleras”, dijo. Si hubiera tenido las fuerzas, lo habría ajusticiado ahí mismo.
A duras penas llegaron en taxi al hostal. La pierna de Cristina lucía mal, y ella no quería ni subir el pantalón para ver, mientras aguantaba el dolor y sentía como toda la extremidad palpitaba. Cojeando, subió a su habitación para por fin, sola y sin la mirada de “no-vas-a-poder-ir-al-recital” del Negro, ver el daño. Era profundo. Lo oscuro del pantalón ocultaba la sangre, pero no el dolor.