martes, 23 de noviembre de 2010

Pecados de carne (Cambalache)

Más de una vez escuché decir que los pecados de la carne son los peores. Por eso cuando vi al Negro regalándole una mirada cómplice al mozo, supe que la cosa era grave. Como si nada, se levantó de la mesa con una poco disimulada ansiedad y siguió sus pasos tras una mala excusa.
Por una cabeeeza” se mezclaba el tango con el olor a bife. Sin que mi amigo lo notara,  lo descubrí a un costado de la cocina, tras esquivar el tránsito de los garzones y sus bandejas en hora peak. Ahí estaba, conversando disimuladamente con el tipo, un argentino con ya muchos años en el cuerpo.  A los pocos segundos, el hombre, flaco nicotinoso y de correcto uniforme, le deslizó unos billetes arrugados. El Negro los contó en éxtasis, casi con los ojos blancos. Mientras su traición se cocía a fuego lento, juraría que escuché a un jote cantar tres veces.


Priviusli, in Baires 
“Es el mejor lugar para comer carne en Buenos Aires… o sea es el mejor lugar para comer carne en el mundo”, repetía el Negro, con un brillo extraño en los ojos y una lógica que, luego de reforzar el concepto por varias cuadras en Corrientes, parecía irrefutable.
Cristina Daytripper y yo caminábamos y asentíamos. Asentíamos y caminábamos bajo el sol argentino que, como en su bandera, figuraba en medio de las cuadras y cuadras de teatros y pizzerías, para acalorar nuestros pasos empujándonos a tolerar el confuso liderazgo de nuestro amigo. Eso porque cualquier propuesta de cambio de dirección podría demorar aún más nuestra llegada. Y en esas circunstancias llegar, a donde fuera, era una buena idea.
Debo decir que el Negro es un tipo obsesivo. Y coleccionista, lo que lo hace doblemente obsesivo. Sólo así se explican las innecesarias cuadras de peregrinación a la disquería Abraxas, que sólo sirvieron para curiosear una que otra edición de algún disco de Ringo en japonés, o un álbum doble en vinilo de Barticciotto en vivo en Wembley (sí, se encuentra cada rareza). En esta oportunidad agregó a su repertorio un curioso afán por retratarse junto a cualquier afiche del recital de Paul McCartney que encontrara en la calle, lo que nos obligaba a caminar de más, cruzar la calle y hacer el loco para el resto de los transeúntes. “Espera, sácame otra de este lado”, repetía delante del papel decolorado. “¿La sacaste? ¿Cómo salió?... espera, sácame otra acá”, repetía serio. Era el día del show y su misión era coleccionar cada detalle.
“Vamos al mejor lugar para comer carne en Buenos Aires”, se volvió a despachar en plan de líder como para que apuráramos el paso, mientras nuestra mirada se clavaba en el obelisco, seguido de un “aunque no es tan barato”, que no supe si buscaba prepararnos o disuadirnos. Una mala señal, sin duda.

Panda

El local, tradicional y emplazado en la concurrida Lavalle, nos recibió con amabilidad turística, y con esa pasividad tan chilena a la hora de mirar el menú, mala cosa en una tierra donde “el que no llora no mama y el que no afana es un gil”. Los precios daban cuenta de manera extensiva de la última frase del Negro. Aunque el “no es tan barato”, debería haber sido un generoso “´tas que es caro”. Revisé bien la carta para asegurarme de que lo que vendían no era carne de panda.
Con Cristina nos miramos, pero ya estábamos ahí. El Negro intercambió palabras que parecían claves. “Soy el hijo de mi padre”, le dijo al mozo… “el padre se transforma en hijo y el hijo en padre”, respondió el hombre. El tipo hizo un par de microgestos hacia la caja, al tiempo que un matrimonio de amigos se nos unía. “El Negro nos dijo que este es el mejor lugar para comer carne”, nos comentó el Kily mientras se sentaba junto a su mujer. Una revisada a la carta y ya estaba dos tonos más pálido. “Cayeron cuatro”, parecían hacerle señas a mi amigo desde la caja y yo sólo pensaba en la frase premonitoria del taxista días antes.
“¿Y? ¿Qué van a comer? El bife es lo mejor acá”. Al Negro le brillaban los ojos, mientras el mozo desfilaba con una bandeja de carne cruda delante de nuestras vistas, sangrando como nuestras billeteras. El ruido de los platos y tenedores de las mesas aledañas no nos dejaba pensar en nada más.
Quince lucas más tarde, quedaba poco del bife más grande que he comido, acompañado de una porción generosa de desconfianza. Y en el parlante, Discépolo se reía a gritos…

Hoy resulta que es lo mismo
ser derecho que traidor,
ignorante, sabio o chorro,
generoso o estafador...

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